Y es que Milán es una ciudad gris. La míres por donde la míres. De arriba a abajo, de izquierda a derecha, no se salva nada ni nadie.
Después de una semana en territorio lombardo, ya he empezado a esbozar una sonrisa cuando el sol ilumina los charcos. Si, charcos, porque no se si será porque riegan los adoquines, o porque el agua emana entre las grietas del subsuelo, o porque llueve cuando nadie le ve. El caso es que por A o por B las calles solo están secas debajo de los soportales.
No puedo decir que llueve siempre, o todos los días. Pero es esa actitud amenazante de diluvio que te inflige un cielo gris tupido la que te hacer dudar si sacar el paraguas o la canoa. Es esa fina lluvia que mientras crees que te acaricia, te cala hasta lo más profundo del alma. Es un constante gris nuboso sobre el skyline norteño, que a la noche torna en una bruma espesa digna de cualquier novela de Sherlock Holmes.
La noche, otra gran incomprendida entre las cualidades italianas, pero eso ya es otro post.
Mientras tanto, paso bloques y bloques en autobuses gratuitos para llegar al campus industrial. Y es que ya podréis adivinar de que color es cada uno de los edificios de entre 5 y 10 pisos que acogen, afinados entre sus muros, a los que serán mis vecinos los próximos dos años.
JG dixit
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